Siempre se percibe a Chaplin como una figura revolucionaria dentro del cine. Él es cine. Su intelecto y perspicacia trasladaron al séptimo arte a otro tipo de concepción. Es lo que fue Elvis para el Rock and Roll.
Por primera vez tuve la oportunidad de deleitarme con una de sus más afamadas películas, El gran dictador (1940). Curiosamente, el film comienza a rodarse poco después de iniciarse la Segunda Guerra Mundial. La obra es una parodia/crítica, que va dirigida al entonces dictador de Alemania, Adolfo Hitler.
La historia se centra en un afamado dictador llamado Astolfo Hynkel, que busca la necesidad de acabar con la raza judía que puebla su país Tomania. Paralelamente, un personaje “algo” parecido a este dictador, un barbero, se dispone a reanudar su vida luego de haber sido reclutado por el gobierno para prestar servicio militar.
La trama está conformada de un humor bastante diverso, donde se combina el humor visual, los diálogos discordantes, la lógica del absurdo, ironías y sarcasmos.
Es tanto el parecido a la realidad, que incluso el personaje Benzino Napaloni está relacionado con el fascista Benito Mussolini. Donde ambos dictadores luchan por una irreprimible imposición de sus egos, superioridad y poder.
La escenografía recuerda el duplicado esfuerzo y los escasos recursos que contaban para ambientar, en un estudio, un campo de batalla. La escena inicial, a mi juicio, es un logro estupendo, donde Chaplin nos da una muestra de la capacidad actoral que poseía. Sin olvidar su estupenda labor como director.
Reconocemos la intensión de que con su mejor arma, el cine, pudo recrear un ambiente que va mucho más allá del humor. En su entrega encontramos una alta dosis de crítica social, aunque en este caso, su concepto va dirigido a la política, la tiranía y la injusticia.
No es difícil notar la importante influencia que tuvo sobre muchísimos autores y humoristas. Quizás no fue el pionero en cuanto a las ocurrentes acciones y humor visual, (provenientes principalmente del teatro), pero sin duda fue uno de los que le propició difusión. Desde Los Tres Chiflados hasta Chespirito en Latinoamérica. Este último, en el que encuentro una gran similitud, quiso en varias ocasiones, parodiarlo en algunos de sus sketch.
Indudablemente Chaplin se tomaba el humor demasiado en serio. Todo el recorrido del film, entre golpes y chistes, entre carcajadas y la lógica del absurdo.
El discurso final en donde ya Chaplin no interpreta a ningún personaje, no hay barbero, no hay Hynkel. Se desprende completamente. Solo vemos al hombre detrás de la cámara, desgarrando un discurso de paz, cumpliendo con su labor como artista, de ser humano. Construyendo, desde su espacio, un poco de luz para su público. Un discurso entrañable que repercuta en la idea de construir un mundo libre de tortura sin distinciones sociales y raciales.
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